((((@)))) El ojO del Camaleón.

Los papeles se pierden, el disco duro corre el riesgo de infectarse con algún virus. Algo peor y bueno a la vez, las ideas se reproducen en la mente como roedores. Y -sin importar lo interesantes que pueden ser- son reemplazadas por otras y relegadas al olvido en cuestión de segundos. Antes de que todo esto pueda acontecer, emplearé este blog.

viernes, setiembre 22, 2006

MORIBUNDO. EN LA MARINA CON CUEVA. 12:26 AM.

El perro callejero atropellado no sobrevivirá a esta noche. Las dos horas que han pasado desde que lo vi no son suficientes para olvidar esa imagen. Se lamía la sangre que recodeaba sus patas traseras, una suerte de dos caños mal cerrados. El cruce de miradas que tuvimos, esa chispa casi impercetible, me dijo que lo disfrutaba.

Desde el carro le silbamos, le aplaudimos pero él seguía bebiendo de su sangre con tal oficio que era fácil imaginar que fue amaestrado toda su vida para ese momento. (No tengo alma franciscana suficiente para acercarme y crear una postal de la caridad moderna: levantarlo, llevarlo al calor de mi hogar y lavarle las heridas, vendarlo, todo eso o llevarlo de emergencia a un veterinario). Entre siete y diez gotas por segundo manchaban de rojo el piso de la avenida La Marina con Cueva. Las combis y taxis semivacíos de medianoche burlaban los semáforos a su antojo.

Eso, la mirada que cruzamos delató un ojo blanco que le dio rasgos demoniacos. Una mirada como la de un despiadado tras haber consumado su mejor maldad.

¿Habrá sabido que nadie lo recogería? ¿El instinto de supervivencia dio paso a la más pura resignación? De ser factibles estos criterios en el animal, se entiende el afán de llenarse de su sangre. Bien es sabido que los perros la adoran, junto con la carne cruda. Son capaces hasta de desconocer a su propio amo y atacarlo con ferocidad única si se les interrumpe mientras la beben o comen.

Eso, era la resignación. Su vida de perro vagabundo en un territorio paupérrimo y en una ciudad indiferente le habrán indicado que esa esquina sería su tumba.

Y olió la sangre. Y, resignado, la bebió hasta desfallecer con el éxtasis que no le dio ninguna perra en celo. El reloj marca 2:58 am. Ya debe haber muerto.

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